Año 1946. La Segunda Guerra Mundial acaba de terminar. Aún se sienten sus efectos en un continente que trata de recuperarse de la contienda. Mary Ann Clarck Bremer acaba de perder a sus padres en el ataque a un submarino en el que se trasladaban los tres. A los pocos meses, Mary Ann pierde a su tío. Herida y sola, la autora trata de recuperarse en la casa veraniega de la familia. De repente, se siente con la responsabilidad de convertirse en bibliotecaria accidental, con objeto de mantener un servicio dañado por los alemanes en la guerra.
Este es el punto de partida de un librito mínimo, exiguo, de los que podrían pasar desapercibidos. Y sin embargo, esconde mucho más de lo que parece. Porque no es sólo una historia de la pérdida y del dolor, de la tristeza y la soledad, sino del camino a tomar cuando todo parece perdido, cómo superar el sufrimiento y la angustia a través de los libros, del amor por una literatura que se convierte en lo más tangible que se puede tener.
La historia parece tan exagerada, tan extrema, que el lector no puede sino quedar noqueado al comenzar a leer una autobiografía, una parte de la historia de la autora. Precisamente porque es real no necesita acudir a la sensiblería o a la compasión, sino que se mantiene en la cruda realidad a la que necesariamente ha de enfrentarse su protagonista.
Es una historia tan breve y corta que sabe a poco. No sólo porque consigue trasmitir una soledad aplastante y una tristeza incrustada en los huesos, sino porque además la historia está plagada de referencias y citas literarias que enriquecen el texto: una pequeña muestra suficiente como para comprobar el modo en el que la literatura se convirtió en una compañera fiel para la autora, en la excusa para convertirse parte fundamental de un pueblo que trata de seguir adelante, en la referencia para los vecinos que acudían a tomar prestado un libro.
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